21/2/09

De Calvo Sotelo a Zapatero

21/2/09

CARLOS GONZÁLEZ ABELEDO Presidente de Foro Ópera 1011. La Nueva España, 23/sep/2008

La presencia el sábado día 20 del actual presidente de Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero en la función de «Diálogos de carmelitas» del teatro Campoamor, me trajo inevitablemente a la memoria la fecha del 19 de septiembre de 1981. Fecha en la que el entonces presidente Leopoldo Calvo-Sotelo también asistió a otra función operística de la temporada ovetense. Se trataba de un «Rigoletto», que seguro que muchos aficionados recordarán, protagonizado por una joven Mariella Devia que ya asombraba por su canto, por un Matteo Manuguerra en estado de gracia, y por un maduro Alfredo Kraus que cantó como sólo él sabía hacer. Al respecto, Vidal Peña, que de aquella ejercía como crítico de ópera en un medio de la capital, escribió «?Hemos tenido suerte. Este Rigoletto ha estado, en su mayor parte, bien cantado, incluso admirablemente cantado, y es probable que pase mucho tiempo antes de escuchar otro de igual mérito». De momento, amigo Vidal, han pasado veintisiete años y me temo que puedan pasar otros veintisiete.

La verdad es que el entusiasmo del público fue manifiesto, (por cierto, sin necesidad de ninguna «clac», espontánea u oficiosa) interrumpiendo con atronadoras ovaciones la función tras casi todas las intervenciones de los tres cantantes, tanto en sus números individuales como en los dúos y números de conjunto. Es posible que la orquesta de aquel día, la Sinfónica de Karlovy Vary y el director, el competente Gianfranco Rívoli, no estuviesen a la altura que el sábado alcanzaron la OSPA y Maximiano Valdés. Quizá con algún ensayo más se hubieran acercado. Pero de aquella sólo se hacía una prueba el día antes de la función, en la que incluso alguno de los cantantes protagonistas no participaba, como así ocurrió con Alfredo Kraus, que nunca ensayaba el día antes de cantar.

Es más que posible, seguro, que el movimiento escénico no tuviera la precisión y cuidado que el sábado pudimos apreciar en el trabajo de Robert Carsen, que dispuso (él o sus ayudantes, no lo sé) de veintitantos días para ensayar con los intérpretes un trabajo ya rodado en otros teatros. El quehacer del buen Diego Monjo, como regista en aquel inolvidable «Rigoletto», supongo que se limitaría a dar las entradas a escena, indicar al personal del teatro dónde se colocaban los decorados y poco más. El trabajo de Carsen, que fue premiado en la segunda edición de los premios líricos «Teatro Campoamor» se enmarca en las actuales tendencias escénicas, de corte minimalista en decorados y cargadas de simbologías en el devenir narrativo, cuyos adalides intentan suplantar al compositor y al libretista como autores. Además de las incongruencias que habitualmente se producen entre lo que vemos y lo que los cantantes están diciendo, el problema es que muchísimos detalles de puesta en escena que están en el libreto y que un buen regista (que se limitara a ser intérprete, como los demás intervinientes en la función) aprovecharía, son pasados por alto, falseando lo que los verdaderos autores quisieron expresar. Obviando estos principios, y dada la mediocridad imperante hoy día en el mundo de la escena, cuando no simple provocación gratuita, el trabajo de Carsen hay que calificarlo de sobresaliente.

Lo que es también cierto es que a pesar del excelente trabajo de todos los intérpretes de la función del sábado, la emoción que embargó al público durante casi toda la ópera en el «Rigoletto» del 81 sólo estuvo verdaderamente presente en el último cuadro de los «Diálogos», que, como se presumía, fue impactante. Habrá opiniones para todos los gustos, todas respetables por supuesto, pero la realidad es ésa. La ópera de Poulenc no da para más, ni para menos. Hay que valorarla en su justa medida. Y no se pueden negar las altas cotas artísticas que se alcanzaron el sábado (y es de suponer se alcancen también en el resto de las funciones previstas) pero, como aficionado, me gustaría también volver a ver representaciones como aquella del 81. No deben estar reñidas unas con otras, ni ser excluyentes. Es decir, y haciendo uso de la simbología a la que antes aludíamos, a muchos nos gustaría volver a ver a Zapatero por el Campoamor, pero también a Calvo-Sotelo.




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