21/2/09

Desmesura en el Campoamor

21/2/09
El pataleo enrabietado en el último título de la temporada de ópera fue motivado por circunstancias ajenas a las representaciones

IGNACIO MARTÍNEZ PATRONO DE LA FUNDACIÓN ÓPERA DE OVIEDO
La Nueva España, 1/feb/2009
Por segunda vez consecutiva en esta temporada, un grupo de espectadores de la primera función ha pateado con esforzada dedicación a la dirección de escena de la ópera que se representaba. Al propio tiempo, y especialmente animada para acallar el pataleo, una gran mayoría del público reaccionaba ovacionando más ostensiblemente de lo habitual, y otra parte se mostraba entre molesta y divertida por asistir de nuevo a tan desunido clamor.
Por real iniciativa ciudadana, hoy en Oviedo resulta que el espectáculo más esperado comienza cuando la música acaba: vuelven las luces, sube de nuevo el telón, y de menor a mayor relevancia se suceden los saludos de los cantantes. Pero eso es sólo un preludio de lo que para algunos será ya lo único verdaderamente sobresaliente de la noche. Mientras se acerca el clímax, se perciben expectación y ansiedad crecientes que van afectando a toda la platea. Y es que la evaluación pública sobre los intérpretes, medida en la intensidad de las ovaciones, queda relegada porque es interrumpida bruscamente. Es entonces cuando de repente, sin la menor piedad hacia nuestros tímpanos, explosiona un ardiente y desacoplado estruendo en el instante en el que aparecen los responsables escénicos. Zapateados y más palmas. Llevamos así dos títulos.
Aunque el bando particularmente excitado es perfectamente previsible y, conociendo de largo sus disgustos, también lo es el resultado, el número que se monta sin ensayo es digno de contemplarse: pateos y aplausos a ver quién suena más. Quienes no están en el conocimiento de las rivalidades previas se quedan perplejos.
Como aficionado, y también ahora como temporal directivo de nuestra institución lírica, me encanta que la ópera, lejos de la indiferencia, genere polémicas con tan grande entusiasmo porque es una manera de mantenerla viva. Echarán humo las manos o se abroncará con las medias suelas, pero luego, y es lo único aprovechable, se comentan los detalles de lo oído varios días y se propagan las anécdotas de lo visto varias semanas. Al fin y al cabo se habla de ópera. Nada mejor para nuestro prometido proyecto de difusión que el que se derrame en torno a ella mucha pasión y el que surjan en consecuencia opiniones encendidas.

Ignoro si explícitamente nuestro ordenamiento jurídico protege el soberano derecho al pataleo, aunque opino que debería hacerlo. Lo que pasa es que por el repetitivo camino que llevamos de implacable división de opiniones en ese alborotado pero bien poco musical veredicto final a la producción escénica que se manifiesta detrás de cada estreno y, vista la ruidosa contumacia con la que actúan, permítaseme la licencia, los «antiescénicos», el Campoamor va a sustituir al Tartiere y hasta puede perder su carácter de coliseo dramático para convertirse definitivamente en puro circo.
Un pateo siempre está justificado cuando lo que se ha puesto sobre las tablas ha sido un auténtico bodrio, y eso, a mi juicio y el de muchos otros aficionados y también críticos, no ha ocurrido ni por asomo con ninguna de las dos obras que fueron sumarísimamente juzgadas con los pies: «Il Barbiere di Siviglia» y «Un ballo in maschera». Y me refiero sólo a las tan discutidas puestas en escena porque, en otros aspectos, los méritos han sido relevantes sin que, por lo vivido, hayan servido para sosegar la incontinencia. (¡Tiempos amables los pretéritos, Diego Monjo, aún añoramos aquel telonín de árboles que salía la misma semana en cuatro óperas distintas!).
El pataleo enrabietado en ambos estrenos ha sido para mí una desmesura motivada mucho más por circunstancias anteriores y ajenas a las propias representaciones que por supuestas provocaciones escénicas que en un contexto artístico de mirada amplia resultarían timoratas. «Es que ya vienen cabreados de casa», me comenta una abonada.
Ante muchos otros miles de espectadores, en ninguna de las demás funciones de esas mismísimas producciones, tanto en otros teatros, caso del «Barbiere», como en idéntico lugar, caso del «Ballo», ha ocurrido lo mismo. Sólo en estas representaciones tan rudamente encausadas. Así es que los intolerantes con el empleo efectivo de la tramoya no sólo están bien identificados, sino que, además, actúan congregados y estallan todos a la vez, el mismo día y a la misma hora. Muy poco espontáneos, la verdad.

Suponiéndonos adultos, cada uno es muy libre de comportarse como le plazca, pero ¿qué van a hacer los protestones cuando verdaderamente una ópera -Dios no lo quiera- no haya por dónde cogerla?, ¿van, literalmente, a rasgarse los trajes?, ¿es que van a destrozar el mobiliario? Los espectadores serenos, candorosamente convencida la inmensa mayoría de que acudimos a una tranquila velada operística, tendremos desde ahora que estar vigilantes, no vaya a ser que, para evitar mayores altercados, una noche irrumpan en medio del jaleo las fuerzas del orden y tengamos un serio disgusto. A ver si van a convertirse estas afectuosas sesiones líricas en actividad de alto riesgo.
Pensarán que exagero, pero me cuentan que el otro día un exaltado espectador -que me dicen además que es fiscal- blandió un zapato en su mano junto a la barandilla que le separaba de la orquesta y de los artistas. Yo creo que eso es más que patear.

Lo comentaba descompuesto un espectador a la salida del teatro: «Si es que yo ya no temo por la ópera, sino por la justicia»
Lo dicho, una desmesura.

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